Capítulo 3: "Niño bien"

El domingo pasado se publicó en diario El Popular el tercer capítulo de la novela por entregas de Andrea Milano.

La voz chillona de Estelita Madariaga resonaba en los muros de la biblioteca cuando Victoria ingresó al edificio de la calle Alsina con sumo sigilo. Colgó el abrigo en el perchero y se deshizo del sombrero para luego acomodarse el cabello.

Le gustaba llevarlo suelto, quizá con el único propósito de contrariar a su tía, quien vivía diciéndole que no era más que un incordio cada vez que soplaba un poco de viento. Con la mejor de sus sonrisas ingresó al salón principal y de inmediato, Estelita se acercó para saludarla.

-¡Victoria! ¡Qué bueno que por fin llegaste! -la saludó con un sonoro beso en la mejilla-. Vine a devolver el libro de poemas de Alfonsina Storni que me recomendaste y a hacerte una invitación.

Victoria miró de reojo a Dorita. Supo en ese instante que su compañera ya estaba al tanto de lo que tramaba la hija menor de Cosme Madariaga.

-¡No podés decirme que no! -exclamó Estelita, acrecentando la intriga.

-¿De qué se trata? -La usual impetuosidad de la muchacha y su personalidad exultante eran capaz de crispar hasta los nervios de un santo; sin embargo, y aunque hacía poco que se conocían, a ella le caía simpática.

-¡De la llegada de Gardel a Olavarría! -replicó, juntando las manos. Sus pequeños ojos verdosos se iluminaron. -Dorita me comentó que tenían ganas de ir a verlo y las dos sabemos de tu pasión por el tango. Mi apellido nos ha abierto muchas puertas a mi hermano y a mí. Lautaro, yendo incluso contra los deseos de nuestro propio padre, logró un puesto en el diario. No creo que sea difícil que nos dejen entrar al camarín de Carlitos para saludarlo. Bastaría con mencionar que soy hija de don Cosme Madariaga para conseguir pasar.

-¿Te imaginás, Victoria? ¡Ver de cerquita a Gardel! -intervino Dorita, entusiasmada también con la posibilidad de conocer al Morocho del Abasto.

Era uno de los sueños de Victoria y estaba a punto de alcanzarlo con los dedos. Ignoraba si el apellido de Estelita le abriría la puerta del camerino de Carlos Gardel, pero no perdían nada con intentarlo. La dicha que la embargaba era tan grande que ni siquiera pensó en sus tíos ni en qué estrategia usaría para salir de la casa de noche sin levantar sospechas. Aunque todavía faltaban dos días para el gran evento, la ansiedad le carcomía las entrañas. Si se le presentaba la oportunidad de conocerlo, debía ir preparada. Comprarse un vestido nuevo, aunque tuviese varios sin estrenar guardados en el ropero; pasar por la peluquería de la señorita Fernández para que le marcasen los bucles y, sobre todo, convencer a Corina de que la cubriese con sus tíos en caso de que le negasen el permiso para salir.

Después de despedir a Estelita entre risas y la promesa de que ella haría lo imposible para convencer a su hermano que las llevase hasta el Cine-Teatro París en su lujoso Ford A, Victoria y Dorita regresaron a su trabajo con una sonrisa en los labios.


*


Lautaro estuvo a punto de darse media vuelta y abandonar la confitería antes de que Peralta se percatase de su llegada. Algo, quizá esa acérrima rivalidad que se había originado entre ellos, lo detuvo. Ignoraba si el cabo Zabala estaba implicado en la encerrona o solo cumplía órdenes de su superior, pero tenía muchas explicaciones que darle. Se acercó lentamente hasta la mesa que ocupaba el comisario y carraspeó para llamar su atención.

Tragó saliva cuando Peralta ladeó la cabeza y lo escudriñó durante varios segundos con los párpados entornados. Fue incapaz de moverse mientras el comisario dejaba su vaso vacío encima de la mesa y le hacía señas de que se sentara. Estaba nervioso. ¿Qué diantres le pasaba? Se atrevía a desafiarlo a través de las páginas de El Popular y ahora que lo tenía enfrente, el miedo le atenazaba el estómago. Se dejó caer sobre la silla con pesadez antes de pedirle al mozo un café. Era temprano aún para tomarse algo más fuerte, pero parecía que a Peralta eso no le importaba porque era evidente que ya llevaba varios tragos encima.

-El cabo Zabala no vendrá. Ni siquiera se encuentra en la ciudad -le informó en tono burlón-. Cuando descubrí que era él quien le facilitaba información acerca de los casos a cambios de unos cuantos pesos, de inmediato hablé con mi superior para ordenar su traslado a otra dependencia policial, lejos del alcance de un periodista carroñero y sin escrúpulos como usted, Madariaga.

Lautaro masculló una maldición mientras se peinaba el bigote con los dedos. La prepotencia de Peralta lo indignaba.

-Una mujer acaba de ser asesinada y la gente tiene derecho a saber la verdad -alegó, desafiándolo abiertamente. -No podemos pasar por alto el hecho de que el comisario a cargo de la investigación, o sea usted, ni siquiera pudo hallar al culpable de la muerte de su prometida. Si no puso el empeño ni los recursos necesarios para dar con el asesino de la señorita Grimaldi, es lógico que piensen que harán poco y nada para resolver el crimen de una muchacha como Rosa Cardozo.

Martín Peralta debió armarse de mucha paciencia para no levantarse y darle su merecido. No necesitaba involucrarse en otro escándalo. Mucho menos por querer poner en su lugar a un niño bien como Madariaga que se creía que por tener fortuna y un apellido ilustre, tenía derecho de interpelar a la mismísima policía y salir indemne.

-¿Por qué no escribe sobre otros asuntos en vez de perder el tiempo inmiscuyéndose en los nuestros, muchacho? Debería ocuparse del desmoronamiento en la fábrica San Martín de Sierras Bayas que dejó dos muertos y varios heridos. Si prefiere los hechos sangrientos, puede meter sus narices en el caso de Patricio Heredia, quien fue asesinado después de amenazar de muerte a su agresor.

-Ese crimen está prácticamente resuelto, comisario -replicó Lautaro, envalentonado. -No encuentro emoción alguna en escribir sobre un caso ya cerrado -miró a Peralta directamente a los ojos-, sobre todo, cuando usted y yo sabemos muy bien que la muerte de Rosa Cardozo está directamente relacionada con la de su prometida.

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